Mi padre me contó una historia de su adolescencia que siempre me impresionó porque, además, estuvo muy entrelazada con otra historia de mi niñez.
Creo que mi padre tenía sobre 15 o 16 años cuando sucedió esa historia que me contaba. Estaba en la Banda de Exploradores de Los Realejos, su municipio natal. Tocaba la caja y recorría las fiestas de la zona junto a sus compañeros, desfilando en las procesiones y otros actos festivos.
En la página 2 del siguiente enlace puede verse la banda. No reconozco si está mi padre pero si Luciano Albelo, hermano de mi abuelo, que fue concejal del ayuntamiento.
Una de esas fiestas fue en «La Corona», en lo alto de las laderas de Tigaiga, en Los Realejos, que por aquellos tiempos todavía no se había unificado y eran dos municipios diferentes: Realejo Bajo y Realejo Alto.
La Corona – Foto enlazada desde el sitio web del ayuntamiento de Los Realejos
Pues bien, llegó la hora de los fuegos artificiales de la fiesta y una de las bengalas que se lanzaron, se desvió y cayó desgraciadamente en el pecho de mi padre, por dentro de su camisa.
La camisa estaba confeccionada de tela fuerte, como la de los uniformes de faena o instrucción de los soldados y mi padre intentaba romperla o desabrocharla y era imposible. La gente que lo rodeaba intentó apagar o ahogar el fuego de la bengala aplastando la camisa con sus manos contra el pecho de mi padre. Lo único que consiguieron fue provocarle grandes quemaduras.
Estoy hablando de muchas décadas atrás y los servicios sanitarios no eran los de hoy. Había un «médico del pueblo» que era, si no recuerdo mal, por lo que me contó mi padre, el Dr. Estrada.
Mi abuelo fue alcalde de El Realejo Bajo y tenía su casa y su negocio, que era una tienda de comestibles, en la calle La Alhóndiga. La casa ya no existe pues fue derruida para construir un nuevo edificio pero lleva ya unos cuantos años con el cartel de «Nueva promoción de viviendas» y ahí quedó el solar.
Al día siguiente del accidente con la bengala mi padre estaba bastante mal y, como la vivienda y la tienda estaban en la misma casa, los clientes le preguntaban a mis abuelos que pasaba, porque los veían muy preocupados y oían a mi padre quejarse por las graves quemaduras.
Por aquellos tiempos los pueblos eran pequeños, todo el mundo se conocía y los clientes de la tienda de mis abuelos eran los vecinos de la zona y todos habituales, pero ese día sucedió algo realmente extraño y extraordinario: entró en la tienda una señora mayor que nadie conocía, ni era de la calle, ni del barrio, ni siquiera del municipio.
Según entró, habló con mi abuelo, se presentó, diciéndole que se llamaba María y le dijo: quiero ayudar a su hijo. Tengo un buen remedio y si hace lo que le digo, se aliviarán sus dolores y las quemaduras no dejarán ninguna huella en su cuerpo.
Le preguntó a mi abuelo si tenían en la casa una máquina de coser y si tenían aceite para dicha máquina. Casualmente, mi abuela tenía una antigua «Singer» y tenía el aceite que le solicitó la desconocida señora.
Untó con cuidado las quemaduras con el óleo y les dijo a mis abuelos que en unos días estaría como si nada hubiera pasado. La señora se fue y nunca más la volvió a ver nadie. Fue algo realmente muy extraño pero lo cierto es que a los pocos días mi padre estaba perfectamente bien y no quedó ni una sola huella de las quemaduras.
Y ahora viene mi historia, que es ciertamente parecida:
Yo tenía cuatro años y habitualmente los veranos los pasábamos en Bajamar en la casa de mis abuelos maternos.
Era una casa humilde pero espaciosa y me encantaba pasar allí la época estival. El solar tenía dos niveles en el terreno. En el de abajo estaba la vivienda y en el otro había un pequeño jardín, algunas gallinas, palomas, la antigua carpintería de mi abuelo José y una cocina de campo para cuando hacían alguna fiesta y querían cocinar fuera de la vivienda.
Un día, habían puesto a cocinar «papas arrugadas» en el jardín y yo jugaba por allí con mi primo Antonio. En principio no tendría que haber habido peligro porque jugábamos separados del fuego que estaba a ras de suelo, pero siendo un niño de cuatro años, cualquier cosa era posible y por desgracia, corriendo y jugando fui a caer sentado sobre el fuego. Se derramó toda el agua hirviendo sobre mis muslos, piernas, nalgas, barriga y genitales. Aunque era pequeño, lo recuerdo perfectamente.
Mi padre rápidamente intentó conseguir el mismo aceite con el que aquella desconocida señora lo había tratado y me aplicó a mí el mismo remedio. Creo que tuvo que ir al vecino pueblo de Tejina para comprarlo.
Resultados: los mismos que con mi padre. Se alivió el dolor y no tengo ni una sola huella de aquellas quemaduras. Quiero suponer que también en mi caso intervino previamente algún médico pero eso no lo recuerdo.
En la foto estoy con mi padre (de nombre también Guillermo, al igual que mi bisabuelo) y su amigo «Colacho», al final del partido de fútbol que todos los años se celebraba durante las fiestas del pueblo-barrio lagunero, entre solteros y casados. Sobra decir que mi padre jugaba en el equipo de los casados. El arbitro supongo que sería viudo para ser imparcial o igual era el cura, buscando igualmente la imparcialidad en las decisiones arbitrales. También aparece en la foto mi primo Antonio, con el que jugaba cuando sufrí las quemaduras.
Para ver el partido, mi madre me puso en una pequeña lancha inflable que tenía y, como se ve, estoy tapado. Ahí tengo también el trofeo del campeonato. Supongo que fue el primero que vi de cerca. La vida, a través de la música, me ha dado muchos otros, pero los mejores han sido el cariño y la amistad de mucha gente y el amor de mi familia.
Y esta ha sido la historia del aceite de máquina de coser «Singer». Nunca he sido un buen «singer» pero quizás un aceptable «composer». Tal vez algún día consiga ser un «máquina» en algo. Lo dudo, pero de ilusiones también se vive y soñar no cuesta dinero.